agosto 01, 2006

La hundida

Caímos al arroyo. Era más bien una especie de zanja grande, con tortuguitas de agua estancada, anguilas y renacuajos. Nadamos. Era más bien una especie de estilo mariposa anestesiada, con el aleteo tortuoso, los velos soleados y un mar. Nos hundimos. Era más bien una especie de profundidad errónea, con sal en las orejas, arena en los orificios nasales y rouge.
Los chicos juegan lejos de aquí. Curtidos por el giro subversivo del trompo, los influjos castigados de un fuerte virtual, el olor a pegamento. Muerden la hojalata del cordón. Coronados por la savia de los paraísos, las voracidades de las alcantarillas herrumbradas, el aguijón clavado en la nuca. Asedian los pasos de Ulises. Retraídos por la ira de un clavo en la madera terciada, la foto del perro que hoy no está, los restos de los dinosaurios plásticos que tuvo papá.
Corrimos sobre el puente. La culpa de enero al sur, como asestando tráileres desconsolados por la pérdida, esa carga de azufre, la fiebre. Saltamos. La indulgencia de agosto al norte, como recrudeciendo los cascos, el piojo muerto, el peinado portentoso. Nos erguimos. La causa de una estación después de las latitudes, como absorbiendo las gotas de sudor en la falange, el nudo de garbo, los quirófanos del hongo.
Las chicas juegan cerca. Alejadas de los rumores clandestinos, las medias de nylon arruinadas por la fricción del cuerpo, las manos, otro cuerpo. Saborean las almendras de los desvalidos. Amontonadas en las cadencias marginales de los bordes en las camas, los militantes del deseo, sus fetiches troquelados. Arrojan la furia por las fístulas de la lengua. Veneradas por el cielo impostergable, sus enaguas enrojecidas, los secretos mutilados del temblor.
¿Qué cavidades lúdicas nos asemejan? ¿Qué comunión penetra más los movimientos que la propia estática? ¿Qué castigo nos alerta del desborde?
El agua tapa el puente. Podemos jugar al doctor hasta que venga un río. Podemos inventar un truco que nos salve. Después vendrán los escorpiones a imponer el credo, los simulacros infectados, las caricias del arcano cimarrón. Ya no vemos los bordes. Los afluentes entre las piernas retorcidas, desembocar en las vastedades insurrectas de un delta. Las veces que dijimos basta, merecer el vientre para recrearlo.
Algo tendrá que pasar antes del barro. Iremos despacio, hablaremos lo necesario. Serán los mercaderes de lo posible, las guirnaldas del ilusionista, los cartuchos del faisán, quienes amordacen la mañana, quienes la enfrasquen. Tomaremos el desvío. Será el pálpito desconcertante de las horas, las estructuras irrevocables de un cruce, los cometas, quienes se mojen la espalda, quienes la ignoren. Algo tendrá que pasar...
Los prejuicios de un camalote enhebran cada resquicio de hilo perlé formando postales inmediatas, hidratan las maquinitas ruidosas de los pasos, un remolcar de suposiciones oscuras. El agua oxigenada quedó pupila en los párpados, una canilla abierta en la boca del pez buscado. Habrá un dueño en la voz abisal del tirante, lo que cuelga del eje como anécdota. Habrá motivos para resolver los acertijos, una respuesta infame a las reverberaciones oportunas de un código. La clave adecuada para adquirir postura, el origen del estilo póstumo. Aún podemos vernos en el fondo.
La corriente atiborra la quemazón de una lámpara hecha a imagen y semejanza del estancamiento hambriento de las burbujas. No hay luz abajo. Los escombros caen dormidos, lo que queda flotando. La culminación del deseo, el receso burbujeante de las ostras. Entrar en los grumos socavados. La finitud. Nos inclinamos levemente sobre la transparencia y no hubo nada más.
Aún podemos tocarnos.
Después de la evacuación ya no somos los mismos. Ella busca el océano, yo mi reloj pulsera.

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