agosto 02, 2006

Políticamente correcto


para Alejandra Testi

“...Si se limpiaran las puertas de la percepción, todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito...” William Blake


Un mes es la infinitud, es la cereza que sale de una boca y se duerme en otra. Un mes es la proyección lineal de una camarita escénica que nos mantiene intactos, despiertos, como avizorados, en calma. Una imagen, el refugio de los riñones, el número tres. El prototipo nuclear de los marcos, cada hendija, mis rejas. Es la precavida seducción de los mosquitos, el trance de las piedras. Un mes puede no ser un mes.
Y fuimos limpiando las puertas de lo infinito para que todo aparezca tal cual es: perceptible. Fuimos estrujando la intemperie, abriendo todas esas cajas que flotaban en el agua de la higuera. Fuimos lejos, cercando monumentos en los pedernales. Fuimos lo que somos. Lo que quisimos ser. Fuimos también lo que seremos. Fuimos y vinimos. Como un paso más, una hora menos. Ella cruzaba Santa Fe. La cruzaba el tiempo. Una vincha verde o el reflejo menguado de la noche. Las terminales son como las cadencias de los piojos atiborrados, nadando en la periferia del vinagre, su olor aniquilante, tanta acidez sobre el cuero. Todo lo que se va en una terminal puede durar más que un amanecer. Ella cruzaba la espuma de las veredas en verano y era un manojo de carnaval en los labios. Las medias del rombo con figura de piernas. La geometría incorrecta. El vértice de las simas en la perversión canónica del ojo. Como si lo finito fuese imperceptible. Ella cruzaba los rombos, los hacía pasillos.
Algo se abre. Un vaso, el muslo. La hierba, los cromosomas. Su cartera, el pan. Las vértebras, mi amuleto. De los peldaños húmedos de la escalera surge la piel reseca y se mimetiza en el movimiento descendente de un elevador, como la sangre incómoda que asoma la forma de un leucocito en el quicio genital del mundo. Son muchas cosas las que podemos decirnos a pesar de cierta altura mecánica. La vergüenza de un zumbido, los acrecimos derretidos de los escenarios. De los adagios mitigados de la iniciación resurge la piel mojada y concede órbitas en la traslación regular de las uvas. Son pocas cosas las que podemos evitar en el ruido invertebrado de los codos.
Algo se abre, es la primera vez. Contenemos la respiración. Hay castidades en el beso dulce, la crema trillada. En el límite del césped se espera el pavimento, en lo que se cierra, la última vez.
Lo que venga después será el equilibrio del ritmo cardíaco, la solidez del rouge o el recreo de las rayas. Un encuentro indómito en el cráter del puño. Las muñecas disueltas en la promoción del vientre. Todos esas casas que esperan cubrirse de espacios imposibles, posarse en la esfera dorsal de lugares disímiles, el parquet pisado y más verde en los zapatos.
Voy a dibujarla en la parcela de tierra fértil, inhabitada. Germinar sobre sus líneas con las pausas del deseo, un arbolito de volcanes. La erupción del reposo. Voy a cosechar un círculo de fuego inacabable, el marcaje exacto, y acopiar cada resabio de plenitud en las escalas, las estaciones del cuerpo.
Voy a enhebrar lo predecible hasta encajar las redes en la superficie. Anestesiar el avance gélido, la irrupción de lo acontecido. Voy a practicar los juegos de azar fraguados por los infantes del miedo, suponer un final abierto y estallar.
Voy a frotar las manos sobre la losa. Secuestrar su mechón de pelo recogido, su antojo vegetal, su baile de codorniz. Lo más parecido al ruedo rabioso de los conventos incendiados. Voy a plegar las celdas de la sístole aunque le duela el pecho a la planicie de la pantalla, la posible manumisión de lo establecido, y sacudir la alfombra.
Voy a ensuciar las puertas...

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