agosto 02, 2006

Cuando paró de llover ya no había alguaciles en casa

a Lara

Sobre los techos hay tanques de agua sometidos al reflejo de la membrana. Sobre las membranas hay techos sometidos al agua de los tanques del reflejo. Sobre el reflejo del agua hay membranas sometidas a los techos del tanque. Sobre este aceite anémico retrocede el movimiento hasta una moción inerme, y ahí vamos, desnuditos, con el sexo despabilado, la vieja idea de ser hormiga.
Bajo las capas hay círculos de fuego deformados por el rigor de un cerámico. Bajo los cerámicos hay capas deformadas por el fuego de los círculos del rigor. Bajo el rigor del fuego hay cerámicos deformados por las capas del círculo. Bajo este monóxido testigo avanza la piedra hasta un prisma disolvente, y ahí volvemos, vestiditos, con las manos mojadas, la nueva presunción de ser hormiguero.
Era temprano. Seguí el olor a hoja. No pensaba en otra cosa. Los chicos de las esquinas pueden olerlas.
Los avatares descosidos de un antro pudieron haber entorpecido la escena, debieron haberla insinuado, tuvieron que haberla demorado hasta exprimir las vendas del limón, hasta crepitar los ascensores o su abandono al poder de seducción caracoleado de una escalera insuficiente.
¿Qué tipografía mesiánica nos erosiona tanto como el jeroglífico del silencio? ¿Qué abecedario incompleto nos concede tanto como el gesto vacilante del microondas? ¿Qué erección infame nos devuelve tanto como la misma erección? Cada secuencia fílmica de este recuerdo impregnado en dos leucocitos, dos montículos de tierra, dos brebajes hirvientes del último desbordamiento. Y ahí estamos, manoseados, con la nariz encubierta, los resquicios del paracaídas.
¿Qué balcón obsceno preserva cada barrote sin lastimar el miedo a la altura? ¿Qué inodoro rústico desafía las cadenas sin liberarse del cólico? ¿Qué bandera flameante inhuma el mástil sin erguir su hábito? Cada consignación del cuerpo, el almuerzo arbitrario del chef en los carritos, este olvido suturado hasta el próximo graffiti, esas formas pestilentes de encontrar partes. Y ahí dejamos de estar, indemnes, con la boca seca, la insurrección del aire.
Perdí el taxi. Aún con sueño decidí caminar la orilla de la avenida. Mordía el frío. Aún despierto podría verla.
El presagio de una noche incauta supone que toda consecución anónima es de los recién llegados, es de la fracción perimetral del hueso, de cada hueso arraigado al humus, es del pan. En las aberturas que ciframos caen los párpados deshechos y explotan en el piso, se desparraman hasta inundarlo. La certeza de una mañana mugida no cree en lo que no se dice, en las imágenes retro, en la clandestina secreción de la mirada absuelta por el zoom del óvulo.
Hay cascadas insanas que pueden ver caer algo más que amaneceres tóxicos, preludios del ántrax, figurines desconocidos para polleras escocesas. Hay secuelas en la espalda que pueden doler algo menos que un cross en la mandíbula, un rayo glandular, un cadete enrojecido por la vergüenza del efecto propina. Hay calesitas que pueden girar igual que un dedo, un planeta, una nena pop flasheada por el humo protector. La prenda siempre fue la misma; tratar de abrir la puerta con los ojos vendados.
Entré despacio.

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