agosto 01, 2006

Cama

La escena del intervalo deslucido, la ruta aborigen hacia las sábanas. El sol no entra esta mañana, por la endeble fisonomía causal del mundo en las momias arrancadas como malezas, en la ventana de la habitación despierta, la de atrás, la que da a los muros vacunados por la razón de la cal. Algo duele, la inercia facial, una huella dactilar en la espalda desprendida de un resto onírico, un acto reflejo de otra noche. Y son esos conglomerados los que sacuden la quietud del abanico hasta el aire, su vacío, la caza del caracol, nuestra casa anfibia. El movimiento es la excusa imperfecta del coito, su perfección, la sutileza encarnada de los muertos. Poder salir, encaramar la textura de un guión sin papel de reparto. Poder subir, desorientar los gajos huidizos de un escenario cítrico. Entrar y bajar son las certezas oscuras de las cavidades transparentes en el duelo inicial del pie. Había un no se que después de sus ojos cerrados. Dormía en la secreción infinita de los arcos. Suspiraba los vestigios sacrílegos de un puente, la intersección fílmica de los oropeles encausados en el fondo de las formas, lo que nos permite cruzar al otro lado. Un pasaje hacia ningún lugar.
Ahora el miedo, otra vez el miedo.
La miro dormir.
El preámbulo del silencio anuncia un epílogo cóncavo en la ofrenda ceremonial del cuerpo, el ombligo circunspecto o el roce del párpado. A la hora señalada se caerán los relojes de las estaciones derruidas, se someterán las redes a las escamas estupefactas del pez lámpara, se bifurcarán los caminos rectos de los gusanos. Alguien deberá electrocutarse para inquietar la estática, alguien deberá embalsamarse para calmar el meneo. La corriente asciende por el único hueco inaudito que dejó el mar. Somos lo que aún queda por decir. Las irrupciones de la lengua, la última vuelta salival de una calesita inhóspita bregando por la sortija líquida de otro labio. Los resquicios del espinel en el alivio del garabato, retrasan la sumergida búsqueda de una boya. Hay cierta humillación en las piedras, su arraigada postura en la tierra, el suelo endeble. Tendremos que ir más lejos, sacudir cada capa. Lo que ruge en la histeria del ascensor, una voz picada. Ya no hay puntos en sus zonas marginales, toda exclusión parece infame. Y vuelve el glamour del arroyo bajo el balcón marcado, vuelve a vernos.
Después la vergüenza, otra vez la vergüenza.
La miro despertar.
Cuando abra decididamente los ojos, mi bostezo se decantará en partículas de orégano entre los cementerios de especias. Cuando ella no esté, no podré pronunciarla.

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