agosto 02, 2006

Del superyo, a los plegamientos rupestres

Pienso en ella, se apaga el último cigarrillo, el fondo de los ceniceros suele estar mojado. El delivery no se demora, seis bombones suizos y un peso extra por el envío a domicilio. Los usos horarios nos diferencian, el frío en las heladerías y la revuelta terapéutica aplanan alguna que otra premonición. Su psicoanalista no le habla de mis casillas más allá de los vidrios, la lente más acá del periférico subsuelo. Mi heladero me habla de su calentamiento polar por encima de los paralelos, los cartílagos de un mail que llega a destiempo por debajo de los correos no deseados. Todo el preludio del mosquito desquicia la vena elegida, un orgasmo de cada leucocito por saberse picado, la única razón de la sangre. La hemorragia de los pasillos auxilia la acumulación conductista de los escapes. Vendrán otros a zurcir los planos geográficos de la gravedad.
Pienso en ella y luego no existo, la única verdad es que no existo. El resto es parte del conocimiento, como una siesta en madrugada. Los dibujitos asociados a la osadía infante, el diván manchado con semen, el chiste inútil, la sutileza de un acto fallido y el último resto diurno soñado de mañana. Yo leía el jorobadito y era un sesgo de plenitud bajo la osamenta. Si no pensara tal vez existiera. Lo inasible es lo único que supera una repetición, lo que sucede indefinidamente, ese instante infinito. Pero la verdad tampoco existe. El helado se derrite y no distinguimos la crema del chocolate. Intento encenderlo pero la humedad perturba aún la intensidad del fuego, lo que queda del fondo. El filtro que declama suturas, la apoyatura del labio.
Por el andamio corre descalza su extraterritorialidad supeditada a los efectos narcóticos de una fiesta en las cazuelas. Por sí hay moscas sobre el membrillo, por sí los ponis saltan de más, por sí nuestros abejorros se mezclan entre la brea del pavimento innovador de la calle oculta. Al menos quiero saber si habrá una verdulería en su próxima sesión que envíe frutas hasta la puerta de mi casa, si puedo pedir un kilo de damascos inyectados. O la lucidez de toda previa ceremonial nos alerta de lo que vendrá después. El suplicio de la digestión y los pómulos constipados. Sólo hay cenizas en el plato playo. Alguna sobra en la pelambre tapa las liendres y nadie sabe que parte consumimos y que parte queda mutilada al deseo. Han pasado tres minutos de la medianoche y algo sucede entre las planicies del acero inoxidable, ya no hay nada para descartar de los escombros apilados. Que siga pensando no significa que entienda la estirpe de los protones, que siga pensando en ella supone alguna credibilidad física hacia toda carga mesiánica. Al motociclista le falta el casco, el alambre tiene electricidad y sigue derritiéndose la espera en la silla. Es que ahora habíamos pedido el cuero.
Las extremidades se distienden como soportando el peso de un respaldar endurecido, nadie se levanta para atender. El sonido recurrente del timbre. Basta con decir si, y el cuerpo cambiará de forma. Lo que va llegando no es otra cosa que la presunta fisonomía de las calculadoras, sacar la cuenta y el alta después del contenido latente, ya no me orino en la cama. Sigo pensando, aunque en la posibilidad de poner una cadetería.

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