agosto 02, 2006

El señor b

Par o impar, mayor o menor, negro o rojo, columna o docena son típicas opciones para salir del paso, acomodarse, romper con la regularidad del riesgo, son las posibilidades que orientan el destino de la noche, la continuidad o el deceso. Aunque este no era el caso, omitir el transe, fraguar los intersticios del tiempo eran más que eso.
El señor b estaba dispuesto a apostarlo todo, como si hubiese una marca que no tenga antecedentes ni pretenda procedentes. Era decidir incorporarse un momento a la figura perpetua de un numero, jugarse definitivamente a los ritos del azar, era vislumbrar un rostro ocluido en el mundo, era someterse al todo o nada.
Por un instante miró fijo al croupier quien con voz gruesa repitió “hagan sus apuestas”, sus ojos centrados en un punto circunstancial le hacían suponer cierta indiferencia, en ese momento el señor b hubiese preferido algún indicio que determine complicidad en la mirada, pero debía refugiarse en su instinto, la intuición artera de tener mas, por no decir todo, de una vez. No había chance, la alternativa era única, tenía que apostarle a un pleno todas las fichas que había acumulado en su vida.
Nunca creyó en las supersticiones ni en las connotaciones numerológicas, ni siquiera encontraba una causa que indique la apuesta por determinado número. Dejó que un flash lo invadiera intempestivamente y ahí creyó haber encontrado la razón de su capricho. Todo al veintisiete, la consigna era óptima al menos para el señor b que debía resignarse a la incertidumbre que propone la espera contaminada por sesgos de avidez, las apuestas habían concluido.
Ahora todo giraba, su cabeza, los ojos del croupier, la ruleta y el mundo. Sus manos tiesas eran la contradicción del devenir, el equilibrio de los opuestos en la palma, el fuego cósmico en las yemas y el sabor amargo de la saliva avinagrada en el paladar. Ya se detuvo el tiempo para el señor b y son pensamientos furtivos y elocuentes los que concluyen el giro inusitado de los presagios. Su niñez lúdica y famélica, la adolescencia empañada, empeñada en sacarlo del universo, su primer separación, el negocio de artículos de limpieza, su hija menor y la mujer de la esquina lo encapsulaban en una cubitera inútil hidratada o sometida al musgo del recuerdo. Estos espinazos podían encausar al señor b a las vertiginosas profundidades de la intranquilidad y calmarlo al mismo tiempo, sacudir su ansiedad y erguirlo al optimismo. Pero si de algo estaba seguro era de que ninguno de estos vestigios lo habían llevado a optar por un número, por la rugosa y taxativa finitud de un número.
También recordó un sueño, el de la última noche, en el que una ruleta gigante lo poseía, lo contenía, lo hacía prescindir de cualquier posibilidad de poder escaparse. Así veía como todos los cuerpos se introducían en todos los números para caer anestesiado en la vacuidad de un gran recipiente que se iba llenando paulatinamente de fichas de diversos tamaños, colores y valores. No pudo dejar de soslayar el contenido de la imagen sustancial del sueño, todos los cuerpos eran su cuerpo y todos los números eran el veintisiete.
A pesar de la vorágine que impone la casualidad en estos términos, fue la única vez que el señor b pudo relacionar, hacer analogía entre el mundo real y el mundo de los sueños, aunque no haya llegado a establecer un vínculo, por no decir un límite, entre ambos. A esta altura tratar de entender no significaba nada, entender, mucho menos aún. No había vuelta atrás, las fichas estaban jugadas y no importaba ya si su disposición era fortuita o causal.
De repente todo se detiene, la bola espejada, la rueda del carro, los latidos oculares en el corazón del señor b, la ruleta. De repente se paró el tiempo y otra vez la voz gruesa del croupier que aclama “¡negro el cuatro!”


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