octubre 05, 2006

Puesta en escena

“…todo gigante muere cansado de que lo observen los de afuera…”
Luis Alberto Spinetta.

Los techos palidecen y caen sobre los durmientes. Éramos el presagio del ébano, el perro nos miraba coger, su espuma marcó las sábanas, la rabia del trasto. Una grieta, el crujir del yeso sucede al equinoccio, la hecatombe encubre todo lo que va a pasar, y se cierran las ventanas, nada se ve desde adentro. Somos la exhibición plausible de los escombros que besan el andamio y dejan pasar la luz. Se incrustan en la cama, nos perforan el fuselaje, la sábana del cuerpo.
Las tazas atiborradas boca abajo son la precavida intuición de nuestro aplastamiento, unos pocos dibujos de niños huérfanos sobre el maquillaje. Se corre la retina, marca la humanidad del cerámico. Vuelve el hedor de las atmósferas caninas a guarecernos del polvillo, el arquetipo diluido de las estructuras. Vuelve el relente. Lo que queda encima del armazón perdura en las encías, los vidrios aniquilados son parte insomne del arrepentimiento, la náusea de haber visto.
Los techos caen, son libres de culpa y cargo. Nos salpican, nos intiman la piel. La intachable compostura de las casas sucumbe ante la oscilación del blanco. Quedan abatidos los globos, los despertadores, los celulares, las medias. El perro mira lo que no miramos, nos mira no mirar. Un terciado disloque corroe las fiestas de títeres y titiriteros que mueven la soga menos casual, sorben la cal de las habitaciones vencidas.
Atarse las manos al respaldar y enmudecer ante las simulaciones del claustro. Cada elemento sádico nos deja inmunes. Lo que se mueve en uno y hace que uno se mantenga estático, lo que no se mueve y hace que el movimiento coincida en el marco de la puerta silenciosa. Dejamos una hendija, como un cráter insurrecto en la espalda. Habrá que darse vuelta, incorporarse al acartonamiento del aire después de la extinción del orgasmo en esta tumba sin gravedad. El orgasmo de la mutilación hasta cambiar de estado, evaporase y flotar en los restos de una dilación castrada.
Los techos caen sobre los techos hasta alcanzarnos. Abrimos los ojos y se acercan esas piedras deformadas, una a una se amontonan sobre la distensión de las formas. Nos tapan. Algo en la sangre se diluye, el perro sigue allí, suponiendo que cada mortaja es la iniciación del ciclo sabueso en la dormidera. La lluvia de estrellas, las veces que fuimos el coladero de la luminosidad y dejamos pasar planetas incendiados.
Los rostros de un gesto flagelado empañan los cristales del espejo bajo el colchón, y aunque suden las mesas de luz, los veladores deslucidos, la alfombra, aún respiramos la infección del agua destilada en el bazo. El codo nos lastima y es el riesgo de seguir ausentes lo que se rompe. Un abanico de anfetas añadiendo la depredación de los mosquitos.
Caen los techos por sí acaso... somos caída, somos techos y la presunción de este cansancio se adormece en las paredes.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

"Como no sentirse así si ese perro sigue allí" (Solari)
Amigo, que buen texto tenías under the poncho...
"Un abanico de anfetas añadiendo la depredación de los mosquitos.", frase para quedarse colgado en un espiral, mientras los Anopheles hacen diques en la piel...
Abrazos, un placer colaborar en este blog...

Anónimo dijo...

caemos, caen, caerán. Todos gigantes, marranos y gnomos. Caer, todos y por la ventana en un vuelo cual Oliveira y su rayuela.
SAludos con todo el placer que entregan estos blogs!

Anónimo dijo...

El corazón también se funde con el acero de una mañana cualquiera, y, asimismo, todo cae envuelto de lluvia imparable frente a la mirada atónita del perro.

Beso!