Cuando el movimiento se parte, se desgaja
el todo como en la médula de una naranja pulposa invertida. En la seda donde se
revuelca un gato. La vi descascarando y escupiendo las semillas, detrás del
vaivén de todas las cosas que no se mueven, ni se moverán. Miraba con los ojos
fijos depositados en los ojos míos, me dijo que eran naranjas de campo, muy
jugosas, y que servían para exprimir. Algo del jugo había manchado su tejido,
justo donde la periferia de un pecho no intenta continuidad ni interrupción
alguna. Sólo espera el tacto por sí el movimiento también fuera a desvanecerse
después del aerolito.
Es la preservación de la especie que
despoja de tronos maduros en la frugalidad del deseo estomacal. Cuando la
partida se mueve, se asemejan los ápices por debajo del esternón. Detrás de
ella pasaban los trenes descarrilados y se tocaban como los gajos nunca
vencidos. Su proceso era minucioso, ubicando las uñas en cada lóbulo
conspirador hasta ramificar la gota dulce por todo el circuito, así enraizaba
también el entumecimiento.
Ciertas celebraciones, la festividad de
todos los demás gatos que buscan los desperdicios y los hacen sorbo. Se enlaza
lo de adentro con las cosas que afuera brotan desde las germinaciones hasta sus
trompas ligadas. Cuando una de las partes se desliga del todo, el movimiento se
desliga del movimiento y se hace parte en el todo, todo en la parte. La
trayectoria parabólica como simiente adulterada que infringe su boca para que
no encontremos represas donde contenerlas, me hice una escuela de plantaciones
en las naranjas educativas que van multiplicándose como panes y peces
intergalácticos sin que nadie juzgue que apenas una simple oscilación nos
permitirá morarnos.
Me dijo que en el hesperidio se escondían
los flavonoides retratados en las inmediaciones de los cítricos inmóviles, ni
los pomelos ni las mandarinas. Lo dulce apropia la ventaja de la culpa
reconocida y la desventaja de la impunidad. Por eso ella seguía escupiendo
retrasos de naranjas de ombligo.
En la cura desdeñada, los alfiles
reumáticos dejan de lado la superación y lo oblicuo se hace recto, como una
torre inverosímil que se acepta surrealista desde el último sueño de reina.
Como el ácido oxidante, las locomotoras
se fueron depurando, siempre detrás, adjudicándole a la fotografía del universo
contiguo a esta habitación, un contraste de paso a niveles violentos. Sin los
matices de los últimos trenes que miramos juntos antes del enroque. La posición
también era la misma.
Una jaqueca que juzga la metamorfosis del
dolor, la comodidad de sus manos ahora en mi boca, segregando los líquidos más
adheridos, sin siquiera mascar la sangre que queda en los vagones, las
cuadrículas inutilizadas. Todo es tan medido como atiborrado. Los cálculos nos
subestiman, un jaque que no juzga.
Como una pronunciación infinita, esta vez
me preguntó si la muerte de la naranja era también la muerte del movimiento.
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